Mal Instrumento

En el palacio de un legendario reino decidieron convocar a los mejores músicos para formar una gran orquesta real.

Todos los que se presentaron sorprendieron al Maestro de la Orquesta por su destreza musical, excepto un participante que no poseía talento alguno. Sin embargo aunque obtuvo muy bajas calificaciones, logró convencer al Maestro de que pondría gran empeño en perfeccionarse, y le fue otorgada una segunda oportunidad.

Pasaron los años y el músico, en lugar de esforzarse para mejorar, se dedicó a copiar los movimientos de sus compañeros hasta pasar inadvertido ante los ojos y oídos de todos los miembros de la corte.

Finalmente, el rey murió. Su sucesor prefería las participaciones solistas de los músicos antes que escuchar a la Gran Orquesta y el engaño quedó al descubierto. Aquel falso músico debió abandonar el reino.

“Tarde o temprano, la verdad sale a la luz. ¡Qué tonto fui al no aprovechar la oportunidad que me ofrecieron!”, dicen que se repetía, camino al exilio.

El Bamboo Japones

No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego constante.

También es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla sembrada y grita con todas su fuerzas: “¡Crece, Crece, Crece!”

Hay algo muy curioso que sucedo con el bambú japonés y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente.

Durante los primeros meses no sucede nada apreciable.

En realidad, no pasa anda con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto que un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infantiles.

Sin embargo, durante el séptimo año, en un periodo de sólo seis semanas la planta de bambú crece ¡más de 30 metros!

¿Tardó sólo seis semanas en crecer?

No. La verdad es que le tomó siete años y seis semanas en desarrollarse.

Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años.

Sin embargo, en el vida cotidiana, muchas personas tratan de encontrar soluciones rápidas, triunfos apresurados sin entender que el éxito es simplemente resultado del crecimiento interno y que éste requiere tiempo.

Quizás por la misma impaciente, muchos de aquellos que aspiran a resultados en el corto plazo, abandonan todo súbitamente, justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta.

Es tarea poco fácil convencer al impaciente de que sólo llegan al éxito aquellos que luchan con perseverancia y saben esperar el momento adecuado.

De igual manera es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a situaciones en las que creemos que nada está ocurriendo. Y esto puede ser extremadamente frustrante.

En esos momentos -que todos tenemos- vale la pena recordar el ciclo de maduración del bambú japonés y aceptar que, en tanto no bajemos los brazos, ni abandonemos por no ver el resultado que esperamos, sí está sucediendo algo dentro de nosotros: estamos creciendo, madurando.

Quienes no se dan por vencidos, van gradual e imperceptiblemente creando los hábitos y el temple que les permitirá sostener el éxito cuando éste al fin se materialice.

El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación.

Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a descartar otros. Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia.

El saltamontes

Un saltamontes, orgulloso de su fuerza, pasaba el día admirando sus brazos largos y resistentes. Al compararse con las otras especies que lo rodeaban, se sentía muy poderoso, ya que consideraba que ninguna otra podía igualarlo.

Un día, creyéndose invencible, intentó detener con sus brazos un carro que circulaba por el camino. Éste pasó por encima del saltamontes sin notarlo. “Debería haber evaluado objetivamente mi propia capacidad antes de enfrentarme ciegamente a este desafío”, alcanzo a reflexionar el saltamontes antes de emitir su último suspiro.

Perder el caballo

Un campesino vivía con su hijo en la montaña cuidando animales. De todos, el caballo era el que más necesitaba para realizar los trabajos diarios.

Una mañana, cuando el muchacho salió a trabajar, notó con desconsuelo que el caballo se había marchado.

El padre le dijo: “No te preocupes, hijo, tal vez no sea malo que se haya marchado”. El joven quedó desconcertado.

A los pocos meses, el caballo volvió a la granja, acompañado por una yegua. El hijo, feliz, aviso enseguida a su padre. Éste lo miró con desconfianza y le aconsejó: “Hijo, no debemos apresurarnos en suponer que éste sea un buen presagio”. El joven no pudo evitar una expresión de extrañeza ante esas palabras.

Al poco tiempo, el hijo cayó de la yegua y la lesión le dejó un leve reguera. Ante sus continuas quejas, el padre le pidió: “Por favor, no te lamentes, todavía no sabemos si esta caída es un mal augurio”. Una vez más, el muchacho no comprendió la actitud precavida de su padre.

Tiempo después, el ejercito pasó reclutando jóvenes para ir a la guerra. A causa de su reguera, el joven no fue seleccionado. El padre, entonces, le dijo: “Hijo mío, la paciencia y la serenidad son necesarias para evaluar correctamente los hechos que suceden en nuestra vida”.

Sabiduría

El pájaro no sabe de problemas,

no paga impuestos ni tampoco renta,

él vive sin conflictos ni dilemas,

contento bebe agua y se alimenta.

El hombre se la pasa entre teoremas

y formulas inútiles, que inventa

él puede dominar todos los temas,

mas no el de ser feliz, por más que intenta.

El ave, libre, vuela por el cielo

y el hombre con su angustia, a ras del suelo,

camina sin saber qué anda buscando.

Y así van uno y otro por la vida,

el hombre con la fe a veces perdida

y el pájaro, más sabia al fin, cantando.

Guillermo González Martínez