Arturo, el hijo de un rey, parecía ser muy afortunado. Tenía al alcance de su mano todo lo que deseaba. Quería alimento y le ofrecían los manjares más suculentos. Deseaba mujeres preciosas, las más bellas y sensuales, al lado de él, se sentían dichosas. Sin embargo, esto no lo hacía feliz, ni el diamante más brillante podía satisfacerlo, hasta que decidió salir en busca del tesoro más grande del mundo.
Conoció otros reinos, otros mundos, se dio cuenta del hambre, la pobreza, la miseria. Visitó reyes y princesas, conoció sus joyas y riquezas, escaló montañas, atravesó desiertos, navegó por mares, ríos y lagos y no encontraba la mayor riqueza. Finalmente, su cabello ya cano, supo que había recorrido el mundo en vano. Decidió descansar a la orilla del mar. Algunos súbditos, cansados, ya lo habían abandonado, otros fieles y perseverantes, ya habían perecido. Estaba sólo y desesperado. Había perdido toda su vida tratando de encontrar algo que no había conseguido. En su soledad intentó crear un recinto de paz antes de regresar a su hogar. Miró a lo lejos. Observó al sol escondiéndose dentro del mar, las nubes sonreían. Las palmeras fluían suavemente con el ritmo y movimiento del viento. La naturaleza estaba inmune a su sufrimiento. ¿Porqué ignoraba ésta su martirio? Observó a las aves descansar, la luna elevarse, las estrellas iluminar y se sintió pequeño, admiró la grandeza de la naturaleza. Trató de comunicarse con ella y absorber su sabiduría. Ella era la única que se había mantenido constante a través del tiempo. Intentó vibrar en armonía con la hierba, con el mar, con la arena. Por un momento se sintió en unión con la existencia. Expandió su esencia.
Fue entonces cuando descubrió la mayor riqueza. Ahora la veía, la percibía brillando en la naturaleza. Sintió compartirla con ésta y la joya se iluminó aún más. La observó cuidadosamente y Si! Notó que ésta se avivaba. Arturo estaba extasiado. Finalmente encontraba lo que tanto había anhelado. Pero cuando levantó aquella presea para apropiarse de ella, ésta se esfumó, desapareció. La luz se apagó, el brillo murió. Arturo se mantuvo despierto esperando volver a captar aquella belleza pero no volvió a surgir. Se dio cuenta que por tratar de hacerla suya, la había perdido. Noches enteras en vela transcurrieron en vano sin reencontrar aquel regalo que la vida le había dado y que en segundos le había arrebatado. Semanas pegado al misterio de aquella pérdida sin poder recuperarla. Porqué le jugaba la naturaleza de esa manera?
Finalmente, agotado, dejó de buscar y descansó. La noche lo acobijó. Horas después lo despertó un resplandor. Abrió los ojos y ahí estaba! Aquella gema que emanaba luz brillante junto a él. Era tal el resplandor que por un momento le pareció como si la noche se había transformado en día; y hasta parecía emitir en sus partículas vibraciones de amor! Se sentó para vivenciar aquella sensación en su plenitud. Se llenó de paz. ¿Cómo era posible que aquella partícula fuera capaz de despertar en él tan bellas emociones? Definitivamente había encontrado lo que tanto había buscado. Esta vez trataría a este milagro con respeto. De ninguna manera intentaría hacerlo suyo. Lo permitió ser y la presea parecía brillar aún más cuando se sentía admirada. Parecía llenar a Arturo con oleadas más intensas de amor.
Arturo se mantuvo toda la noche ahí sentado percibiendo aquella maravilla. Durante el día la luz se mantuvo viva. Semanas envuelto es este éxtasis, Arturo dejó de considerar el tiempo. Dejó de sentir la necesidad de alimentarse, de dormir, hasta de moverse. Aquel brillo llenaba profundamente cualquier necesidad del príncipe.
Finalmente, Arturo decidió separarse de aquella gema, poco a poco. No deseaba que por alejarse ésta volviera apagarse. Se retiró suavemente sintiendo las emanaciones de serenidad y luz a distancia: y cuál fue su sorpresa al notar que a medida que él se alejaba, la luminosidad caminaba con él y notó que el origen de aquel brillo era él mismo. La luz que emanaba se expandió aún más, como si ésta respondiera a lo que Arturo se daba cuenta. Sí. Aquella joya se originaba en él y brillaba desde el fondo de sí mismo. Descubrió que la mayor riqueza era su propia esencia; y ahora él sabía como mantenerla viva y resplandeciente: mandando siempre amor y luz. Sabía que respetandola, permitiéndola ser, jamás la perdería. Nadie se la podía robar. Era él mismo quien la hacía brillar, momento a momento, de por vida.